Austeridad republicana, despilfarro del bienestar
Predican austeridad, pero viajan con lujos y hacen negocios usando el poder público
AUTOR: RICARDO GALI // EL RENACER
Vacacionar no es delito. Todos tenemos derecho a descansar, a conocer el mundo, a disfrutar de lo que honestamente hemos construido. El problema no es que Mario Delgado disfrute de Lisboa, que Ricardo Monreal pasee por Madrid o que Andrés López Beltrán viaje a Tokio con Daniel Asaf. El problema es la incongruencia. Es el doble discurso. Es predicar austeridad y vivir en derroche.
Durante seis años, la llamada “austeridad republicana” fue la bandera moral del régimen. Nos la repitieron como mantra: que el pueblo manda, que el poder se somete, que ya no hay privilegios. Se burlaron de los funcionarios de antes, de sus viajes, sus trajes, sus gustos… hasta de sus excesos. Prometieron ser diferentes (Y sí lo son: son peores).
Fue la bandera moral, un discurso que no coincide con las acciones emprendidas por los nuevos ricos y poderosos.
“No mentir, no robar, no traicionar” —ese era el mantra del rufián de López Obrador. Un lema tan repetido como traicionado. Porque hoy, a medida que el telón cae, la verdad se revela: la austeridad fue solo discurso; el privilegio, su realidad.
Nos dijeron que vivían con lo justo, que no eran como los de antes, que no tenían casas en en el extranjero, ni relojes de lujo. Hoy los vemos en aeropuertos internacionales, hospedados en hoteles de cinco estrellas, compartiendo cenas que no caben en una quincena promedio. ¿Y los recursos? “Son propios”, dicen.
Claro. Lo que no dicen es de dónde salieron esos recursos “propios”.
¿No eran ellos los que decían que no eran como los juniors del pasado? ¿Que no eran como los hijos de los de antes?
Hoy viven incluso mejor… pero con la misma opacidad, y con un discurso que ya nadie cree.
Quien presume pobreza como bandera mientras vive como rico es un hipócrita. Quien impone recortes sin planeación, no es austero: es inepto. Y quien abusa del poder bajo la excusa de la “justicia social”, simplemente es un autoritario con coartada ideológica.
Hoy, México no necesita más de esta falsa austeridad. Necesita responsabilidad, eficacia, planeación y visión de futuro. Porque un gobierno que no invierte en su gente, que castiga el talento, que asfixia al ciudadano productivo y premia la lealtad ciega, no está gobernando: está destruyendo.
Y mientras tanto, los beneficiarios de ese modelo fallido —los más cercanos al poder— han encontrado en la simulación una vía rápida para enriquecerse. Ahí están los hijos del presidente, quienes durante años no tuvieron empleo ni empresa, pero tras el triunfo de su padre decidieron “emprender” con Chocolates Rocío, un negocio familiar disfrazado de proyecto cultural. ¿Coincidencia? Por supuesto que no.
Y ahora, para abrirle mercado, el gobierno lanza su propio experimento con el Chocolate del Bienestar, mientras impulsa la prohibición de la “comida chatarra”.
Negocio redondo: crean el producto, diseñan el mercado, prohíben a la competencia.
Y no son los únicos. Un grupo cercano a los hijos del presidente —amigos, compadres y operadores— se ha enriquecido manipulando licitaciones, intermediando contratos y beneficiándose del poder como si fuera un negocio familiar.
No llegaron a servir al país, llegaron a servirse de él.
Y lo más grave: ahora que se les señala, fingen indignación. Acusan complots, persecuciones, campañas negras… como si fueran víctimas y no responsables. Antes robaban en silencio; ahora se ofenden cuando se les exhibe.
Y como si no fuera suficiente, han reciclado a lo más asqueroso de la vieja clase política, dándoles fuero, puestos y blindaje.
Son peores que los de antes: roban igual, pero además presumen superioridad moral.
La austeridad fue una excusa para recortar medicinas, cerrar guarderías y despedir médicos, mientras ellos se quedaban con el control del dinero y del poder. Le quitaron al pueblo y se lo repartieron entre los suyos. Así de simple.
Pero el problema no es solo el cinismo: es el vacío que dejaron. Y ese vacío solo lo puede llenar el pueblo con participación, con organización y con valentía.
México necesita que los buenos despierten.
Que los honestos dejen de mirar desde la barrera, que los preparados se convenzan de que sí vale la pena participar, que la decencia se atreva a tomar el poder y limpiar la casa.
Este sistema no va a cambiar desde dentro. Hay que sacudirlo desde fuera. Hay que poner fin a la cultura del compadrazgo, del contrato arreglado, del junior millonario, del pobre usado como escudo y del rico que se disfraza de austero para seguir mamando del presupuesto.
Estamos llamados al Renacimiento de México. Y ese renacimiento no será obra de un caudillo ni de una sigla: será obra de un pueblo que decidió dejar de ser espectador y convertirse en protagonista.
Porque cuando los buenos participan, los corruptos no tienen dónde esconderse. Porque cuando la honestidad se organiza, el cinismo se derrumba. Y porque este país —a pesar de todo— merece renacer.
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